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Dos reinas, dos modos de ser mujer

En su debut cinematográfico, Josie Rourke se permite licencias históricas para representar dos arquetipos feministas en Mary Queen of Scots


Cuando la primera ministra británica Theresa May se reunió con su par escocesa Nicola Sturgeon en marzo del 2017, el periódico Daily Mail publicó en su tapa una foto de las gobernantas junto al título “Never mind Brexit, who won Legs-it” (Olviden el Brexit, quién ganó la competencia de las mejores piernas). El comentario fue un nuevo recordatorio de que, en el caso de las mujeres, el ejercicio del poder recae indefectiblemente sobre sus cuerpos.


Ya lo sabían las Reinas Mary Stuart de Escocia y Elizabeth I de Inglaterra hace 500 años. En la última película de Josie Rourke, Mary Queen of Scots, la directora utiliza la vida de la heroína de la historia escocesa para representar dos tipos de mujer poderosa: aquella que utiliza su cuerpo y aquella que lo niega.


Mary Stuart (Saorsie Ronan) regresó en 1561 a su país luego de vivir en Francia prácticamente toda su vida. A los 18 años, ya era viuda del Rey Francois II y Reina de Escocia por derecho propio. Su abuela paterna, Margaret Tudor, era hermana de Henry VIII, padre de Elizabeth, por lo que tenía bases genealógicas para reclamar el trono de Inglaterra.

Elizabeth (Margot Robbie), por otro lado, era la única hija viva de Henry VIII. Él fue quien rompió con la iglesia católica para anular su matrimonio con Catalina de Aragón y casarse con Anne Boleyn, con quien tuvo a Elizabeth.


Al hacerse cargo de la corona escocesa, Mary, católica, se ganó la enemistad los fieles de una capital cada vez más protestante, como su prima. A su vez, exigió a Elizabeth que la nombre heredera del trono de Inglaterra si no planeaba tener hijos.


Lejos de preocuparse por la rigurosidad histórica (la licencia más notoria es que en la película el embajador Thomas Randolph es interpretado por un actor negro, Adrian Lester), Rourke se apropia de las figuras reales para representar dos arquetipos de feminista, aggiornados al siglo XVI.


Mary utiliza el matrimonio y los hijos para conservar el poder. Elizabeth le ordena casarse con un noble inglés si quiere heredar el trono. Y la escocesa se casa con Lord Darnley (Jack Lowden); un inglés católico y de sangre Stuart. La pareja logra tener un hijo, James, un príncipe católico de linaje incuestionable, que resulta la mayor amenaza para Elizabeth, reina ilegítima para muchos de sus súbditos.

Se puede decir que Mary es una feminista de la diferencia, aquellas que actúan -y gobiernan, en este caso- valorando los atributos correspondientes a su género asignado. La directora no deja lugar a dudas al mostrar un primer plano de la mancha de sangre menstrual de la reina, un fenómeno que se ha escondido por años tanto en el cine como en la vida real. Se la ve en sus piernas, pero también en la ropa y en el rastro de feminidad que deja a cada paso. La maternidad y el matrimonio, dos núcleos de la vida de las mujeres de los 1500, son las armas que juega la soberana para permanecer en el poder, pero también su desgracia. Todos sus maridos la traicionan y buscan quedarse con la corona que creen que no merece por ser mujer. Finalmente, Mary huye a Inglaterra, luego de que su hermano secuestre a su hijo a cambio de la abdicación.


Elizabeth, por otro lado, tomó la audaz decisión para el momento de no casarse ni tener hijos. Según ella, las ambiciones de los hombres nunca son suficientes y quien se desposara con ella intentaría quitarle la corona. Elizabeth decidió, entonces, tomar los atributos “masculinos” y hacerlos propios. Su sangre no se ve. Una escena la muestra en el piso con las piernas abiertas. Entre ellas se alza una montaña de cintas rojas de sus labores; su estatus de mujer es ahora artificial. Gobernar como un hombre, pregonando un feminismo de la igualdad: hombres y mujeres pueden gobernar de igual modo.


Pero no pueden. Las dos mujeres nunca podrán gobernar con tal libertad. La ambición femenina tiene un precio, diferente para cada una. Mary debe sacrificar todo lo que ha construido por el bien de las personas que ama. Eventualmente terminará ejecutada. Elizabeth debe vivir una soledad y paranoia lacerantes, algo que ningún ser humano debería sufrir.


Rourke se permite hacer lo que la Historia no: enfrentar a Mary y Elizabeth. Luego de una vida de luchas pasivo-agresivas entre ellas (porque las mujeres solemos adquirir modos más sutiles de ejercer la violencia, y casi siempre entre nosotras) las reinas se confiesan su mutua admiración. Dicen que el jardín vecino siempre es más verde; Elizabeth muestra sus inseguridades por no ser tan bella, joven y no tener una familia como su contraparte escocesa. Mary en cambio, anhela una corona que le fue arrebatada. La escena ocurre en una casa en la campiña en la que entra el sol a través de las rendijas entre las maderas que hacen a su vez de paredes. Colgadas en el salón, unas sábanas permiten que el personaje de Robbie pueda ocultar su rostro picado de viruela hasta que el juego de las escondidas termina y Mary apela directo a su interlocutora. Le pide hacer un pacto entre mujeres para heredar el trono inglés después de su muerte.


Pero Elizabeth ya no es una mujer; tampoco es el hombre que dice ser. Jamás tuvo la libertad de liderar a su antojo, cada movimiento socava su cuerpo y su espíritu. La reina es la nueva Homo Princeps, un ser despojado de su capacidad de amar. Su impulso vital se alimenta de sus ambiciones políticas mientras, lentamente, pierde su humanidad.



Por María Singla

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