“Quiero saber lo que hicimos el día que apagaron la luz” dice la canción de Charly García cuyo nombre da título a este libro. Y eso parece proponer su autora, Camila Fabbri: viajar en el tiempo a un pasado que ahora mismo parece imposible, no por la distancia, todavía poca, sino por la manera en la que la realidad local se reconfiguró a partir de esa noche. Cromañon terminó con la adolescencia de una generación. Abandonamos de la manera más cruel nuestra concepción de inmortalidad y el luto estuvo envuelto en el encierro: por un tiempo largo, también, nos quedamos sin lugares en los cuales reunirnos por la noche. El día que apagaron la luz es una novela de no ficción que reconstruye lo que pasó antes, durante y después. Compuesta por testimonios individuales y en primera persona, logra reconstruir el relato colectivo de esa noche en la que los teléfonos no paraban de sonar.
En la Argentina de 2004 ser adolescente y tener un celular seguía siendo una rareza. Sin embargo, un poco por moda y otro poco por “seguridad”, a veces algún miembro de la familia nos prestaba o regalaba alguno. Los teléfonos fijos todavía no habían perdido popularidad, sin embargo muchxs adolescentes guardábamos un celu en el bolsillo antes de salir. “Llamame cualquier cosa”, “avisame cuando llegues”, nos decían los adultos antes de despedirse. La madrugada del 30 de diciembre de ese año, los ringtones monofónicos de esos diminutos aparatos de pantallas verdes y azules sonaban incesantes en los bancos de Plaza Miserere y en la sala de espera de la guardia del hospital Ramos Mejía. Nadie los atendía.
Esa noche nadie durmió en Buenos Aires. La ciudad entera permaneció en vela sin poder creer lo que decían los canales de noticias: un boliche se estaba incendiando y había decenas de personas heridas, asfixiadas, muertas. En las primeras horas de la madrugada los detalles de la historia eran confusos, ni siquiera quienes estaban allí parecían saber lo que estaba pasando. Entrada la mañana, los graf al pie de las pantallas de televisión se volvieron más concretos: en el corazón de Balvanera en la Ciudad de Buenos Aires (más conocido como barrio Once) las personas que habían ido a ver a Callejeros, junto con decenas de bomberos, estaban, hacía horas, intentando salvarse y salvar a otras de morir en Cromañon.
La novela empieza en el presente de la autora con escenas cotidianas en las que, a veces, sin previo aviso, regresan los recuerdos y las secuelas se vuelven tangibles. Ella estuvo la noche anterior, el 29 de diciembre, en la segunda fecha de esa tríada de recitales “íntimos” que Callejeros había programado en Cromañon. Las descripciones de su relato son muy precisas, permiten imaginar el interior del local, sentir el calor agobiante de los veranos porteños, la humedad del aire mezclada con el olor a paty y a porro en las plazas, avivar la pasión de los pogos rollingas, hacer las cuentas de la devaluación. Es un pasado que parece surreal, que existió hace poco pero que quedó lejos, en otra línea temporal. Ese parece ser el hilo conductor a lo largo de sus páginas: la necesidad de ordenar los hechos, de evidenciar el momento exacto en el que una generación pasó de la adolescencia a una adultez precoz y por lo tanto frágil e insoportable. Sin embargo, para todxs esa línea no está en el mismo lugar. Por eso, sensata, la autora sólo señala su propio antes y después, no asume esa división en los demás testimonios.
Todos los relatos cuentan de qué forma mutaron desde sus vínculos hasta la manera de moverse en la ciudad. El denominador común generacional permite que entre las historias se cuelen los recuerdos de Camila, cuya pluma se desvía para contar otros retazos de su biografía. En ese momento, el presente se mezcla con el pasado, con los pasados, y apenas se diferencian cuando se menciona algún precio que en la actualidad es irrisorio, o algún rincón de la ciudad cuya vista ya no es la misma.
La negación, el shock, las secuelas, la rehabilitación, el reencuentro: múltiples motivos invaden sus páginas, cada uno embriagado por el propio tono de quien recuerda: la madre de una hija que murió esa noche, un sobreviviente cuyos médicos consideran un milagro, una mujer que cree que su forma de superarlo fue sumergirse en la más profunda negación, amigos y amigas que van a los santuarios, familiares cercanos a personas fallecidas, la mamá de la autora y otros tantos personajes cuyo relato cose un retazo del recuerdo colectivo.
Lejos de la espectacularización y el morbo periodístico, con honestidad y sensatez, los relatos que Camila Fabbri recopila y entremezcla con su propia historia nos acercan un poco al interior de una verdad colectiva, a entender cómo configuramos los recuerdos a medida que el tiempo transcurre. Lo que pasó esa noche dejó secuelas en sus asistentes, algunas físicas, otras emocionales, muchas de ellas plasmadas en las páginas de este libro. Y también, significó el fin de la adolescencia para muchxs de nosotrxs, quienes no habíamos ido, quienes cuando apenas escuchamos la noticia pensamos en alguien de nuestro entorno que podría haber estado ahí. La memoria que habita en este libro resulta indispensable para entender esa parte de nuestra historia.
Hoy, 30 de diciembre de 2019, se cumplen 15 años del día en el que 194 personas murieron y otras 4300 sobrevivieron en Cromañón. Dice Camila “algunos lo llaman <<catástrofe>> (es decir, suceso desdichado) otros <<masacre>> (infortunio evitable, matanza de indefensos) y otros <<desgracia>> (situación que produce gran dolor). Los sinónimos sombríos se multiplican a través de los años.” Este libro conmueve por la capacidad de recuperar una época y su precisión para tejer el relato colectivo. Nunca más.
Por Laura Amarilla.
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