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Foto del escritorFrancisco Martínez Córdoba

Once Upon a Time in Hollywood: una carta de amor a los años sesenta

La penúltima película de Quentin Tarantino fue recibida por las salas argentinas el pasado 22 de agosto del 2019, y ha reivindicado su talento.


Quentin Tarantino se puede considerar como un director de cine que, además de ser capaz de romper con los parámetros convencionales de la filmografía (aquellos que dan la sensación de encasillar las escenas bajo un único ángulo), así como torcer las escenas y hacerlas brillar en su estilo tan característico, ha demostrado, también, que sus películas son portadoras de mensajes controversiales. Particularmente, sus últimas cuatro: desde los nazis que reciben la misma crueldad que generaron, o la esclavitud de la población negra en Estados Unidos, hasta la denuncia sobre la inexistencia de la igualdad de derechos entre la población. Y Once Upon a Time in Hollywood no es diferente.

Ya se vió en Bastardos sin Gloria (2009), aquella película que no se atiene a los acontecimientos históricos, más bien, el deseo intenso del director de poder cambiar el rumbo de la historia, y poder sumergirla en un mundo un poco menos oscuro. Un deseo que en Once Upon a Time in Hollywood aparece, nuevamente, con la necesidad de moldear un acontecimiento y poder darle forma de “mundo ideal”. Y, justamente, eso es lo que resalta en el largometraje: una apreciación al Hollywood de los años sesenta, en un verdadero esfuerzo por enriquecer a aquel mundo que da la sensación de haberse perdido en los años. Desde el encanto de la ciudad, hasta la tan particular música de la época, y desde el cine hasta la inmortalización de la propia Sharon Tate (Margot Robbie), representa el homenaje de Tarantino, y por lo tanto, la exhumación de la época.

Sin embargo no todo es colorido en aquel mundo, más allá del encanto que prevalece en la historia, se evidencia un profundo odio a los hippies de los años sesenta, que en este largometraje son mostrados (un grupo reducido) como los pares de Charles Manson (Damon Herriman). Y por lo tanto, responsables de la “posible” muerte de Sharon Tate. Aquel sentimiento de odio que comienza en forma de desprecio, a través de un comentario de Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), se transforma en un odio similar, si no mayor, al que reciben los nazis en Bastardos sin Gloria. Y Tarantino no se apresura en demostrarlo: cada escena en la que aparecen los pares de Charles Manson, va conformando, lentamente, un rencor acumulado. Un rencor que estalla al final de la película en el estilo más brutal, y característico, del director.


Cabe preguntarse si aquel odio se atiene únicamente a la noción que los hippies representan en sí para Tarantino, o, si está relacionado con la hipocresía que aquel grupo terminó demostrando, dentro de la lógica de la película. Aquel grupo de jóvenes cuyos valores parecían limitarse a la vida en armonía y a la divulgación de la paz, con cierta vinculación a la naturaleza e inclinación hacia la anarquía, concluyeron en una reivindicación de la violencia. Una reivindicación que apareció hacia el final de la película, casi “de golpe”, y por lo tanto, sin la presencia de verdaderas pistas que permitieran especular esa contradicción.


La única pista que se presenta, además de la orden que recibieron de Manson, es la creencia de que la violencia en la sociedad es culpa de todas las figuras del cine. Y específicamente de aquellas que, según este grupo, alentaban a los más jóvenes de recurrir a la violencia. Una de esas figuras era Rick Dalton (y Sharon Tate por estar en la línea de fuego), puesto que se caracterizaba por representar papeles de pistoleros o asesinos. Y, retomando las palabras de uno de los pares de Manson: “Mataremos a aquellos que enseñaron a matar a toda una generación”


Esta frase es posible relacionarla tanto con la hipocresía que construye el film alrededor de aquel grupo como con las acusaciones que recibió, y recibe, Tarantino por parte de los medios de comunicación: aquellos que descalifican sus películas por resultar hiper violentas e “incitar a la violencia en la juventud”. De más está aclarar que la sangre y la violencia conforman un protagonista infaltable en sus largometrajes.

No obstante, a lo largo de la película, se tomó cierta distancia de aquel protagonista (la sangre a “chorros” y la violencia) para centrarse en uno nuevo: la recreación sumamente fiel al mundo de los años sesenta. Aquel distanciamiento, sin embargo, provocó una acumulación de tensiones, que en el último tramo, salen a la luz con toda la intensidad y  brutalidad que parecía haber quedado de lado. Una violencia en la que participan Rick Dalton, Cliff Booth (Brad Pitt) y Francesca Capucci (Lorenza Izzo), y termina de la única manera en que una película llamada Érase una vez en Hollywood puede terminar: como un cuento de hadas embellecido con sangre.




Por Francisco Martínez

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